Respeto

Durante estos terribles días en que descendimos violentamente al infierno, con mis hermanas nos fuimos repartiendo las horas para garantizar que siempre estuviese acompañado. Yo me propuse por las noches.

Las 8 o 9 horas nocturnas siempre fueron inesperadas, errantes. Y en los momentos de calma, mi cabeza se encargaba de poner en angustiante modo todo mi ser. Lo único que me calmaba era escribir en la penumbra, entre ruidos de máquinas, lamentos de otros dolientes y pulsiones de vida y muerte.

Sin darnos cuenta con mi viejo adoptamos una rutina a la hora de despedirnos por la mañana. Le tomaba fuerte la mano y le pedía que me la apretara, a la par que le decía: «Vamos carajo» y él me respondía, «YO ESTOY».

En mi familia siempre hablamos que en caso de no existir solución y el dolor se apoderada desesperadamente de nuestros cuerpos, debíamos garantizar la resolución digna.

Hace un par de noches, la peor de todas, me enfrente al dolor, desesperación y angustia de él. A sus ganas de arrancarse todo mientras gritaba repetitivamente «soltame», «no doy más», «respétenme» y su llanto. Mientras yo intentaba calmarlo y controlar que no se hiciera más daño.

Esa noche fue bisagra. Verlo doler nos amplificaba la angustia impotente.

Respetarlo, nos devolvía y le devolvía la dignidad.


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