David y Alejandro eran vecinos, se conocían desde chicos y un alambrado en el fondo de su casa era el testigo de largas charlas y juegos de niños. El juego, el sueño, la fantasía de niño se gestaba sobre ese tejido y desde ese patio salían volando, girando y saltando.
Como era habitual entre ellos se comunicaban alambrado de por medio y salían a jugar, a bañarse al canal o jugar a la pelota, no importaba qué, pero solo era necesario decírselo al alambrado y él otro enteraría del llamado.
Aquel día, ese día, el papá de David fue internado por la mañana por un problema de salud y luego de comer Rosa le dijo a su hijo que saldría rumbo al hospital para ver a Eduardo. David decidió quedarse, lo hablado por el alambrado lo comprometía.
Un par de horas después se encontró con Alejandro y juntos fueron a pasear por sus territorios, sus lugares de juegos, aventuras, su barrio. En el recorrido hicieron una parada en una casa donde había videos-juegos y en ella pasaron varios minutos, hasta que uno propuso salir y el otro acompaño. La gente presente en la esquina les llamaba la atención.
Con mirada curiosa, y gesto infantil en sus cuerpos adolescentes llegaron a esa esquina del barrio. Sin saber de qué se trataba se fueron mezclando con la gente, el clima generaba más intriga y la presencia policial completaba el cuadro de incertidumbre.
Sin percatarlo la formación de escuderos de la Guardia de Infantería se posicionó en la calle y por los costados los fusileros cargaron sus armas, la orden de abrir fuego dio paso a los disparos y las escopetas escupieron muerte. Los disparos partieron de las manos policiales y lxs sorprendidxs vecinxs arrancaron su desesperada carrera para salirse de la zona de tiro. Algunxs fueron alcanzadxs por los perdigones de plomo allí. Otros llegaron a doblar en la esquina y con ello salvaron sus vidas.
Posiblemente David se vio muy asustado o sorprendido, o paralizado por unos instantes; el ver avanzar un pelotón mientras disparan genera un particular temor y a lo mejor David no pudo reaccionar a tiempo.
Edgar Alejandro Martinez quien hoy tiene 29 años recordó ante el tribunal aquel último momento: “escuche los disparos y corri, corri sin mirar atrás y no vi más a David”.
Su amigo había recibido dos impactos de plomo, de frente en su cuerpo, un perdigón en el vientre y otra en la pierna, la violencia y dolor lo hicieron agachar y girar para luego recibir la segunda y letal descarga de más perdigones de plomo, por la espalda. El que dio en su cabeza lo terminó de desplomar.
Mientras su cuerpo agonizaba en la esquina de su barrio, parte del pelotón y fusileros se acercaron hasta él. “Hombre caído”, se escuchó desde la boca policial, varios pares de botas lo rodearon y uno de ellos dijo; “Nos mandamos un cagadon”. Entre cuatro lo leventaron agarrandolo de cada extremidad “y lo tiraron como a un perro en la parte de atrás de un móvil” recordó Zuliani, una vecina testigo presencial de lo ocurrido.
Alejandro, corrió y corrió, salvó su vida pero nunca más se encontró en el alambrado.
Por: @Josecomunicando