
Constantemente tratamos de recordar lo que nos sucedió en nuestras vidas, para de esa forma saber que estamos vivos y cuando nos estremecemos por lo que recordamos nos sentimos más vivos aún.
Decía un compositor Argentino, asesinado bestialmente en Guatemala que: “… el ser humano nacer no pide, vivir no sabe y morir no quiere”. Por la vida conocemos muchas personas que cumplen este enunciado, pero solamente de forma excepcional conocemos a personas que vivir si saben y nos muestran caminos.
Eckart era uno de esos tipos realmente extraños, no tan solo por su entonación trabada al hablar, por su castellano con marcado acento alemán. Era raro porque, tras su duro aspecto, era un tipo de una sensibilidad importante y de una sed de conocimiento que nunca se calmo.
Recuerdo extensas charlas con libros y libros sobre la mesa, donde pasaba la historia, filosofía y política, donde los panes y vinos alentaban la charla que nunca terminaba, que nunca concluyó.
Y claro que no iba concluir ya que los ciclos de la vida son espirales que nos generan nuevos horizontes para viejos planteos.
Entre medio de esas inacabables charlas y a la hora de los postres cuando la gelatina de frutilla brillo sobre la mesa, Eckart se transformó, su rostro se extendió en el tiempo y en silencio se devoró aquel manjar.
Mientras intentaba con la cuchara no dejar partícula alguna del rojo elixir, nos comento que para él la gelatina era un sabor pendiente de su infancia de la postguerra, que cuando niño y ya concluida la segunda guerra mundial, en una Alemania destruida y hambreada paso mucho tiempo comiendo solamente papas y que en extrañas casi únicas oportunidades pudo comer gelatina.
Quienes estábamos con él en la mesa cedimos alegremente nuestros postres y para las posteriores visitas Natalia aseguró cacerolas de gelatina, para que nuestro insaciable amigo pudiera calmar su inquietante recuerdo.
Aquella noche, aquel hombre que era profesor de lenguas eslavas, que era historiador y sociólogo, que le apasionaba la carpintería y que a inicio de los 80 se enraizó con nuestra América Latina solidarizándose en primera persona con la revolución nicaragüense, nos mostró con sus ojos azules intensos que él, vivir si sabia y quería.
Recuerdo su sonrisa, sus expresiones de sorpresa, como aquel día que mientras preparaba una clase para la facultad sacó entre sus apuntes una foto impresa de él. La imagen era en la Facultad de Berlín cuando era estudiante allá por los 60 y me dijo, “alguien me mando esta foto por mail y me pregunto si era yo. Y por supuesto que soy yo!!!”, afirmó. Lo mire y en chiste le dije…. ¡creo que te apareció un hijo!…
Días más tarde regrese por su casa y cuando abrió la puerta me basto ver su rostro alegremente sorprendido para darme cuenta que el tiempo le había dado un hijo. Me hizo pasar, saco una botella de vino (aquella que recargaba con una damajuana), me contó la historia y brindamos. Mientras Dora (su eterna compañera) sentada en la mesa lo miraba y con emoción me decía: “¿podes creer vos? Estoy ansiosa de conocerlo”.
La vida le dio a Eckart un breve tiempo para conocer a su nuevo hijo y Dora mantiene vivo aquel indisoluble vinculo, que tantas sorprendentes alegrías le dio a aquel que morir no quiere.
El día que Eckart se mescló definitivamente con nuestra tierra , María Saleme de Bournichon dijo unas sabias palabras: “Yo era amiga de Eckart desde mucho antes de conocernos y eso que lo conocí hace un par de años, por eso sé que nuestra amistad continuará”. Ya han pasado muchos años de aquella tarde en las sierras cordobesas, y hoy continuo haciendo propia aquellas palabras.