Lo recuerdo muy bien, era una tarde de carnaval, esas bellas tardes húmedas de febrero que en que lxs chicxs de la cuadra nos transformábamos en un batallón para luchar contra los invasores chicxs de la otra manzana. Aquellxs eran nuestros eternxs contrincantes en todo y nuestrxs inexplicables enemigos jurados, vaya uno a saber por qué estupidez.
Las famosas bombuchas, volaban en sendas direcciones a una velocidad de cámara lenta, donde el control de las parábolas de sus recorridos solo era capital de destreza de pocos elegidos, quienes de forma mágica podían hacer con su vista y brazos el cálculo exacto para apunar sobre el objeto esquivo en movimiento y dar en el blanco.
Los baldes corrían frenéticamente por la cuadra esperando ser descargados sobre la entera humanidad de algún desprevenido contrincante que al quedarse sin sus reservas de agua, solamente le quedaba entregarse al golpe frontal o lateral del agua, para luego caminar vencido por la calle.
Con el correr de la batalla, los dos batallones tenían en sus filas solo empapados soldados, ninguno escapaba a la ferocidad del combate. De hecho, algunos vecinxs mayorxs que osaban pasar caminando por el medio del campo de batalla se transformaban en lo que se denomina hoy, “daños colaterales”. Pero claro, ese argumento poco importaba y al acto de mojar al desafiante vecinx, le seguía una carrera en retirada estratégica de los dos batallones, los cuales eran amenazadxs y jurados que las denuncian llegarían a los más altos niveles; los padres.
Pero el coraje de quienes entraban en el acuático combate se demostraba en el hecho de que pese a todas las amenazas, los dos grupos contrincantes de a poco se volvían a reorganizar con nuevos líquidos pertrechos para aguar felizmente nuestra infancia y las siestas de lxs mayores.