Arcano resuelto

Por: @Josecomunicando

Hoy me crucé, en el caluroso centro de nuestra ciudad, con una niña rubia y de ojos celestes. La vi en una esquina mientras esperaba el cambio del semáforo, a la par que el sol abrazaba y la humedad cortaba el aire.

En mis retinas quedó grabada aquella niña. Al principio, no sabía por qué, pero luego, como si el pasado me hablara, vino a mi recuerdo una fugaz compañera de segundo grado en el otoño del 79.

En el barrio Güemes está aquel colegio, que siempre contemplo con nostalgia al pasar, recordando aquellos años. Aquellas calles, donde la identidad del popular barrio estaba llena de resistencias, vagabundos, villas miserias, estudiantes pobres y obreros, hacían del lugar un punto de encrucijada de varias identidades de Córdoba. Un barrio que iluminó por las noches el Cordobazo y fue duramente castigado durante la dictadura.

Un barrio que conoce mi hambre y la bronca de la mesa vacía, un barrio que sabe de mi espera en las siestas en el cordón de la vereda, aguardando que algún amigo saliera a jugar. Esas calles saben de eternos y erráticos partidos de fútbol, sobre canchas con perpetuas aguas en los costados y de plano inclinado.

Aquellas calles donde templé mi infancia, conocen mis puños y me mostraron los puños de otros, enseñándome, de esa poco académica forma, a sobrevivir.

Mientras el otoño del 79 comenzaba a transitar rumbo al invierno, fue en mitad de la jornada escolar cuando la clase fue interrumpida por la directora y una despeinada y flaca niña rubia de ojos celestes entró al aula. Algo extraño había en ella.

La maestra la invitó a sentarse en un pupitre, pero no aceptó. Luego le indicó que se ubicara en otro, pero al poco tiempo de poner sus útiles escolares se mostró molesta y se paró. Sorprendida, la maestra le preguntó qué le ocurría y ella se mostró fastidiada y en silencio. La situación no daba para más. La maestra de segundo grado miró para todos lados y le preguntó si quería sentarse en el pupitre que estaba a mi lado, y respondió que sí. A esa altura, todos mis compañeros y yo esperábamos que se parara rápidamente y se mostrara enojada, pero no ocurrió. Yo trataba de que no volara una mosca, pero la sensación de que algo fuera de lo común sucedía me invadía.

Algunas palabras llegamos a cruzar y en algún recreo pude hablar con ella. Incluso llegó a saludarme desde la puerta del aula. Lo notorio era que no hablaba con nadie, pero a mí sí me lo permitía. Pasaron pocas semanas y, sin previo aviso, dejó de ir al colegio. Pasaron pocas semanas más y yo olvidé a la extraña niña. Yo regresaba a mi barrio y la vida me llevaba por nuevos pasajes.

Cada tanto la volvía a recordar, como quien quiere saber a qué se debía el enigma. Pero no encontraba respuesta. Solo recordaba que algo había ocurrido en su familia… algo.

Con el correr de los años, la intriga no fue superada. Siempre me quedé con la incomprensible sensación de que ella había permitido que yo le hablara y, a su forma, me lo hizo saber.

Fue hace 6 años aproximadamente, en las inmediaciones de los Tribunales Federales, cuando estaba terminando el primer juicio al genocida Menéndez, que me la volví a cruzar. La noté emocionada y ansiosa por lo que ocurría en aquel edificio que tantas veces había consagrado impunidad. No hablamos mucho, solo nos saludamos como quien sabe quién es el otro y me dio a entender su personal motivo por el cual ella estaba allí y que ya no vivía aquí. Como si todavía estuviéramos en segundo grado, me dijo «¡chau!» y se fue. Nunca más la volví a ver, pero aquel día resolví el misterio.

Posiblemente, en nuestra infancia, cuando la primavera estaba lejos, ella me permitió ser parte de su resistencia…


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